200 años de ‘Frankenstein’

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Por Susana C. Gómez

Un grupo de amigos alquila una cabaña a orillas de un lago, un entorno idílico para paseos y comunión con la naturaleza que por culpa del mal tiempo pasa a ser una escapada a cubierto, de noches en torno a la chimenea compartiendo historias de fantasmas acompañados por los truenos de la incesante tormenta. Podría ser el inicio de cualquier película (probablemente mala) de terror con adolescentes y monstruos, salvo que la cabaña era en realidad la lujosa Villa Diodati, situada cerca del Lago Lemán (Suiza), y los protagonistas de esta historia, aunque jóvenes, no son los típicos adolescentes atolondrados de las pelis de terror, sino Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, John William Polidori, Mary Wollstonecraft Godwin y su hermanastra Claire Clairmont.

Todos ellos coincidieron en la mansión alquilada por Byron en el verano de 1816, un año conocido como el año sin verano por culpa de las consecuencias de la erupción del volcán indonesio de Tambora y de la inusual posición en la que se encontraba el Sol en la época (mínimo de Dalton), lo que dio lugar a un año de temperaturas excepcionalmente bajas y a un verano frío, húmedo y lluvioso, que confinó al popular poeta y a sus invitados en las estancias de la villa, donde por las noches se leían unos a otros los cuentos de fantasmas que habían encontrado en un volumen alemán traducido al francés. Durante una de esas veladas Byron planteó a sus invitados un reto: cada uno debía escribir su propia historia de fantasmas.

El propio promotor del encargo fue incapaz de completarlo: sólo logró escribir un Fragmento de una novela que, eso sí, sirvió de inspiración a Polidori (su médico y amigo) para componer El vampiro, precursor del género. Tampoco a Percy Shelley le fue mucho mejor, porque su sensibilidad artística encontraba mejor vehículo de expresión en el verso que en la prosa. Eso sí, tomó una decisión inestimable para la historia de la literatura: convencer a Mary de que desarrollase más su creación, que siguiera trabajando en ella y convirtiese ese relato en novela.

“Ojos amarillos, acuosos pero inquisitivos”

Según explicaba la autora en la introducción que escribió para la edición de 1831, no le fue fácil pensar en una historia. Después de varios días intentándolo sin éxito, la inspiración la visitaría una noche, tras escuchar uno de los debates entre Byron y Shelley sobre distintas teorías (como la del doctor Erasmus Darwin o el galvanismo) sobre la naturaleza del principio de la vida, si era posible encontrarlo y comunicarlo, fabricar las distintas partes de que se compone un ser vivo, conectarlas y dar al conjunto el aliento de la vida. Esa noche, ya en la cama, otro aliento, el de la creación literaria, insufla el duermevela de Mary. Ve a un estudiante arrodillado ante su creación, algo que ha construido, y que muestra “signos de vida” con la ayuda de “algún motor poderoso”. Un creador aterrorizado que ha “parodiado el magnífico mecanismo del Creador del mundo” y que huye ante el horror que sus manos han producido, esperando, tal vez, que en su ausencia la chispa de la vida se desvanezca:

“He sleeps; but he is awakened; he opens his eyes; behold the horrid thing stands at his bedside, opening his curtains, and looking on him with yellow, watery, but speculative eyes“

Por la mañana, Mary piensa que “lo que me ha aterrorizado a mí aterrorizará a otros” (no se equivocaba) y comienza a escribir primero un relato de unas pocas páginas y después, animada por Percy (que posteriormente revisaría y editaría el texto y escribiría el prefacio), sigue trabajando en su manuscrito hasta convertirlo en una novela. La primera edición de Frankenstein o el moderno Prometeo se publicaría el 1 de enero de 1818, una tirada de 500 ejemplares en tres volúmenes (el conocido triple-decker, forma habitual de comercialización de las novelas en la época) y de forma anónima, por lo que durante mucho tiempo se pensó que su autor era un hombre y, en concreto, Percy Shelley.

En la segunda edición de la novela, de 1823, en dos volúmenes y motivada por el éxito de su adaptación teatral, aparece ya el nombre de la autora, Mary W. Shelley. En 1831 llegaría la edición popular de la obra (en la colección Standard Novels de Henry Colburn y Richard Bentley) y la más usada en las continuas reediciones. La escritora incluyó una introducción en la que explica la génesis de la obra. Además, realizó numerosos cambios (también estilísticos) que de alguna forma rebajaban el tono de la primera versión y atenuaban el radicalismo de muchas de las ideas que proponía. Ahora se presentaba el relato de un hombre que juega a ser Dios, algo que encajaba con las adaptaciones escénicas pero no con la edición original, cuyo prefacio hablaba de un hombre, Victor, que había atentado contra la sociedad y la familia y se reivindicaba la virtud humana como algo universal. Aunque la versión de 1831 es el texto empleado con más frecuencia en las reediciones, crece el número de volúmenes que recuperan la versión de 1818 e, incluso, los que recuperan el manuscrito original previo a la edición de Percy Shelley.

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Ilustración diseñada para la edición de 1831, autorizada por la propia autora.

Una vida marcada por la tragedia

Tan conocida como la anécdota de la creación de Frankenstein es la historia de Mary Shelley. Hija del novelista y filósofo liberal William Godwin (al que está dedicada la novela) y de la filósofa y escritora feminista Mary Wollstonecraft, la pequeña Mary perdió a su madre a los diez días de vida, a causa de complicaciones en el parto, aunque la influencia de su madre, a través de sus escritos, la acompañaría toda su vida. Hija de dos colosos de la escena cultural de la época, Mary no tendría una infancia al uso, rodeada de libros en una casa que frecuentaban poetas como Samuel Taylor Coleridge (cuya Balada del viejo marinero aparece mencionada en Frankenstein) y alentada, incluso obligada, a seguir la carrera familiar.

En esa carrera jugaría un papel decisivo Percy Shelley, admirador, pupilo y benefactor de su padre (y casado) al que conoció cuando tenía 17 años (él tenía 22) y con el que iniciaría una relación que les condenó a ambos al ostracismo, también en sus respectivas familias. En 1816, el verano de Villa Diodati, Mary y Percy ya habían perdido a una hija y tenían otro niño. Al regresar a Inglaterra ese septiembre, la tragedia siguió acechándolos. En octubre se suicidaba la hermanastra (por parte de madre) de Mary, Fanny, y en diciembre hacía lo propio la esposa de Percy, Harriet. La pareja, que esperaba a su tercer vástago, decidió casarse ese mismo mes, por temor a perder la custodia de los niños.

Los problemas familiares, económicos y de salud llevaron a la familia Shelley a abandonar de forma definitiva Inglaterra en la primavera de 1818 rumbo a Italia. Ese mismo año, en Venecia, moriría su hija Clara; al año siguiente, en Roma, lo haría su hijo William. El único hijo que les sobreviviría, Percy Florence Shelley, nacería en noviembre de 1819. No sería, sin embargo, el último embarazo de Mary, que en junio de 1822 sufrió un aborto espontáneo que puso en serio peligro su vida. Un mes más tarde, en julio, Percy Shelley, el amigo de la familia Edward Williams y el Capitán Daniel Roberts perdieron la vida ahogados en el naufragio de un velero en las costas italianas.

Poco después de la muerte de su esposo, Mary, viuda a los 25 años, decide regresar con su hijo a Inglaterra, donde continúa escribiendo (no sólo novelas como Mathilda, Valperga, Lodore, Falkner o la apocalíptica El último hombre, sino también decenas de relatos, reseñas, biografías, libros de viajes, poemas…) y sobre todo editando, en especial la obra de su marido, a quien se propuso (y consiguió) reivindicar, desde sus Poemas póstumos hasta ediciones completas de sus trabajos previos y de los diversos materiales escritos inéditos que encontró entre sus papeles.

Su empeño, no exento de críticas (ciertas omisiones, ciertos añadidos, la prevalencia del perfil lírico de Shelley en detrimento de su faceta política) provocó que, durante décadas (hasta hace muy poco, en realidad), Mary Shelley fuese menospreciada y considerada poco más que la esposa de Percy Shelley, o la hija de Godwin y Wollstonecraft, cuando ya con su primera obra se ganó con creces un lugar destacado en el Olimpo de las letras.

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El moderno Prometeo

Frankenstein es una novela de anticipación (una precursora de la ciencia ficción), pero también es hija de su tiempo y, como la criatura a la que da vida Victor Frankenstein, está compuesta a partir de una amalgama de influencias y elementos tomados de la literatura, la ciencia o la política. Pese a que se trata de una novela decididamente gótica, heredera del Castillo de Otranto de Horace Walpole o El monje de Matthew Lewis, cambia la localización medieval de ambas por una contemporánea en la que introduce los últimos avances del pensamiento científico. Tampoco aborda lo sobrenatural, sino las posibilidades futuras de las ideas de la época (de ahí la ciencia ficción), pero sin prescindir de modas de la época como un toque orientalista (la historia de Safie) o la persistente presencia de la naturaleza (ya sea como marco apacible o, las más de las veces, ominoso, pero siempre decididamente romántico) y trata temas entonces tan actuales como la educación, el medio ambiente, el crimen y la responsabilidad.

Frankenstein es en cierto modo una novela epistolar, pues contiene diversas cartas escritas por varios de los personajes protagonistas, pero está construida como un conjunto de narrativas concéntricas. El relato del primer narrador, el Capitán Robert Walton, en forma de diario y cartas a su hermana, sirve de marco general para la historia de Victor Frankenstein, que cuando toma el mando combina la primera persona con misivas de su padre, de su amigo Henry Clerval, de su amada Elizabeth y, también, el relato de su criatura, en la que el monstruo incluye a su vez la historia de la familia De Lacey. De ahí volvemos a Victor y, de nuevo, como cierre, a un Walton que en su última carta a su hermana se muestra como un hombre muy diferente al que firmó la que abre el volumen.  

En sus primeras cartas a su hermana, Walton aparece como un aventurero, un explorador que se dirige hacia el Polo Norte en pos de un paso hacia el Pacífico y, de paso, del polo magnético. Un hombre determinado a alcanzar su meta y a ganarse un lugar en la historia cueste lo que cueste. Cuando su barco se queda atrapado en el hielo, recibe la visita de un peculiar individuo que viaja en trineo y al que invita a subir a bordo.

El individuo en cuestión es Victor Frankenstein, que toma el control de la narración (que Walton transcribe para enviarla a su hermana) y relata su infancia, su educación en Ingolstad y su macabra creación. Del proceso no aporta detalles (lo de la electricidad sería un añadido de las adaptaciones cinematográficas, tal vez siguiendo lo que Shelley apuntaba en la introducción), salvo que maltrató animales vivos y combinó materiales procedentes “de la sala de disección y del matadero” (es decir, órganos humanos y animales). Victor cuenta cómo huyó de su laboratorio al contemplar a su horrible criatura, (tan atroz que ni siquiera recibe nombre alguno, salvo “criatura”, “engendro”, “demonio” y sus variantes), para caer después gravemente enfermo y recuperarse gracias a la visita de su amigo de la infancia Henry Clerval, que le lleva de vuelta a casa, donde se enfrentará a las trágicas consecuencias de su trabajo, con la muerte de su hermano pequeño William y de la doncella de su casa Justine, acusada falsamente del crimen.

El reencuentro de Victor con el monstruo da paso a la tercera capa narrativa: ahora es la criatura la que se adueña de la primera persona para contar a su creador cómo han transcurrido los dos años que han pasado desde su nacimiento. Cómo ha descubierto el horror que causa en las personas, como ha aprendido a hablar, a leer (las Vidas de Plutarco, el Werther de Goethe y El paraíso perdido de Milton, una más que evidente influencia para Shelley, que además escogió unos versos sobre Adán para abrir la obra) o cuestiones más prosaicas como el funcionamiento de la división de la propiedad o las clases sociales.

El engendro es, en suma, un espíritu mucho más cultivado de lo que retratan muchas de sus adaptaciones audiovisuales y también mucho más sensible. Se define como una criatura que sólo busca amor y aceptación en los seres humanos y al que el rechazo de la sociedad ha convertido en una fuerza iracunda que sólo ansía venganza de un creador que le trajo al mundo contra su voluntad y que le creó tan aborrecible que sólo puede infundir pavor y repugnancia en aquellos cuya compañía anhela (ecos aquí del buen salvaje de Rousseau, de su ser humano que nace bondadoso pero se corrompe con el contacto social). Consciente de que jamás encontrará amistad alguna entre los hombres, pide a Frankenstein que le fabrique una compañera, a lo que su creador, a regañadientes, accede.

Victor retoma el mando de la narración para contarle a Walton su fracaso al tratar de completar la petición del monstruo, cómo atravesó Europa (lo que aprovecha para describir los paisajes que acompañaron su atribulado viaje) hasta Inglaterra y de ahí a Escocia y las islas Orcadas, donde instaló su laboratorio. Cuando estaba a punto de insuflar vida en la compañera de su creación, la mala conciencia le lleva a destruirlo todo. Su hijo, que le ha seguido los pasos, jura una venganza sin límites. De entrada, mata a Clerval en Irlanda e incrimina a Victor; después a Elizabeth en su noche de bodas e, indirectamente, al padre de Victor. Decidido a acabar con el monstruo, Frankenstein le persigue por toda Europa hasta el Ártico, donde se encuentra con el barco de Walton, al que relata las oscuras peripecias que han hecho que sus caminos se crucen en el hielo.

Walton aparece de nuevo como narrador para cerrar la historia, por medio de otra carta a su hermana en la que le cuenta que abandona la expedición, que va a volver a casa. Mientras espera a que el hielo permita al barco zarpar recibe una nueva visita, la de la criatura, que viene a despedirse de su padre.

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Adaptaciones y revisiones

La imperecedera vigencia de la obra de Mary W. Shelley y el indudable atractivo de su trama la ha convertido en materia prima para infinidad de reescrituras, adaptaciones y versiones. De hecho, la primera adaptación teatral llegó sólo un par de años después de la primera edición de la novela. Presumption; or, the Fate of Frankenstein, firmada por  Richard Brinsley Peake y con James William Wallack (Victor) y T. P. Cooke (criatura, que aparecía en el programa como “——”; no, no es un error tipográfico) en sus papeles principales, fue responsable de la popularización de la historia de Shelley, cuyo padre aprovecharía el tirón para reeditarla, esta vez en dos volúmenes.

Como era de esperar, el cine se fijó también pronto en la novela, con una primera versión de los Estudios Edison en 1910 y un par de ellas más antes de que en 1931 James Whale crease para Universal la personificación del monstruo que ya para siempre se instalaría en el imaginario colectivo y que sería evocada por cualquiera, hubiese o no leído la novela, cuando escuchase “Frankenstein” (a partir de entonces pasó a ser el nombre popular de la criatura; otros hallazgos de esta versión de Universal son la introducción del ayudante jorobado o el uso de la electricidad para animar el cuerpo inerte del monstruo).

La encarnación de Boris Karloff, con las tuercas que le atraviesan el cuello, su desproporcionado cuerpo, sus torpes movimientos y su escasa locuacidad no tienen demasiado que ver con el espectro que rondó el duermevela de Mary W. Shelley más de un siglo atrás, pero es sin duda un icono de la historia del cine. Whale, Karloff y Colin Clive (el doctor Frankenstein) repetirían en 1935 con La novia de Frankenstein, que arranca con una secuencia con Mary y Percy Shelley y Lord Byron y retoma la acción donde terminó la primera película, esta vez para abordar la subtrama de la compañera del monstruo. Karloff interpretaría a la criatura una vez más, en El hijo de Frankenstein, con Bela Lugosi y Basil Rathbone en el reparto pero ya sin Whale en la dirección.

A esta gran trilogía seguirían una inacabable serie de pastiches que llegarían hasta los años 50. Entonces le tocaría el turno al Reino Unido, a la Hammer (entre 1957 y 1974), con un elenco encabezado por Peter Cushing y Christopher Lee, entre otros. Mientras tanto, a uno y otro lado del Atlántico continuarían apareciendo adaptaciones al cine, la televisión, el teatro y hasta una recreación de la estancia en Villa Diodati (Remando al viento, de Gonzalo Suárez, 1988). Hasta que en 1994 llegó a los cines la que prometía ser la versión definitiva, Frankenstein de Mary Shelley.

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Auspiciada por Francis Ford Coppola y dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh, al que acompañaban Robert de Niro, Helena Bonham Carter, John Cleese, Ian Holm o Tom Hulce. Pese a ser una de las adaptaciones más fieles al texto original (salvo el añadido del proceso de fabricación del monstruo, eludido en la novela, o el exceso de casquería en ciertos pasajes), la película es decepcionante. Visualmente poderosa, con una banda sonora maravillosa (Patrick Doyle) y unas actuaciones impecables. Pero no funciona.

En estas dos décadas largas que han pasado desde entonces han seguido apareciendo adaptaciones en cine (entre otras: Frankenstein, de 2015, dirigida por Bernard Rose; Victor Frankenstein, del mismo año, dirigida por Paul McGuigan y con James McAvoy y Daniel Radcliffe), televisión (Frankenstein y su criatura aparecen en Penny Dreadful y Mary W. Shelley en The Frankenstein Chronicles) o teatro, medio en el que destacaremos la obra dirigida por Danny Boyle y protagonizada por Benedict Cumberbatch y Jonny Lee Miller, que se intercambiaban los papeles de Victor y su hijo.

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En cuanto a las versiones más relajadas, la lista sería casi interminable, tanto en medios audiovisuales como en ficción literaria. Desde La Familia Munster (y la Familia Addams) o The Rocky Horror Picture Show al Frankenweenie de Tim Burton o La bola de cristal, pasando por cosas como Yo, Frankenstein, con Aaron Eckhart. No, no nos hemos olvidado de ella, es sólo que hemos dejado la guinda para el final: El jovencito Frankenstein (1974), de Mel Brooks, una de las mejores comedias de todos los tiempos y que muchos de vosotros (y nosotros) os sabréis casi de memoria. No es fiel al texto de Mary W. Shelley (no hemos visto el musical, aunque imaginamos que la versión escénica tampoco lo será). Ni falta que hace, ¿no?

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Interpretaciones

La multiplicidad de narradores y la ausencia de una voz omnisciente que dirija al lector y le dé claves para interpretar lo que está leyendo, unido a la variedad de temas que aborda, abre la puerta a tantas lecturas de Frankenstein como lectores pueda tener la obra. Como muchas otras obras de ciencia ficción que la siguieron, tengan o no que ver con esta historia, el primer dilema que plantea es uno moral: ¿dónde están los límites del conocimiento y la invención humanos? ¿El hecho de poder técnicamente hacer algo implica que tengamos derecho a hacerlo, como diría el doctor Ian Malcolm de Parque Jurásico? Y es una pregunta para la que todavía no tenemos respuesta, porque asuntos como la clonación humana, la modificación genética de embriones o el transhumanismo, ya puestos, siguen sobre la mesa.

En una lectura religiosa, Victor Frankenstein crea vida cuando sólo Dios tiene derecho a hacerlo; en una científica, rompe las leyes de la naturaleza; en una feminista, se sirve de la ciencia (vista como una entidad masculina) para ultrajar a la Naturaleza (una entidad femenina) y concebir a un ser vivo, un papel reservado a las mujeres, y encima ni siquiera se hace cargo de su hijo; una lectura que parta de la crítica psicoanalítica vería una novela en la que la autora habla de una madre que la dejó huérfana a los pocos días de nacer o de sus propios hijos fallecidos… Son sólo ejemplos de la larga lista de análisis que se pueden hacer, se han hecho y se harán sobre una obra tan popular e influyente (por eso los clásicos son clásicos).

Tampoco faltan en la obra de Mary W. Shelley pinceladas políticas (republicanas o un subtexto sobre la esclavitud) y, sobre todo, las notas mitológicas, presentes ya en el mismo título de la novela y también en las distintas alusiones en el texto al Paraíso perdido de John Milton (por no mencionar, claro, al Golem).

El primer apunte es Prometeo, el titán que creó a los hombres a imagen de Zeus y les enseñó a leer y a cazar. Pero el señor del Olimpo no permitió a Prometeo que compartiese con ellos el fuego, lo que el titán hizo de todas formas y fue por ello castigado durante toda la eternidad (según otras versiones la relación de Prometeo con la humanidad se limita a entregarles el fuego). La analogía es clara: Victor crea vida y desoye las leyes de los dioses (y de la naturaleza).

La relación con el poema de Milton es también bastante clara, aunque tiene algún matiz más. Como decíamos más arriba, Frankenstein o el moderno Prometeo se abre con unos versos del Paraíso Perdido pronunciados por Adán:

“Did I request thee, Maker, from my clay

to mould me a man? Did I solicit thee

from darkness to promote me?”

Cuando lea, avanzada ya la novela, este fragmento y otros similares, la criatura se preguntará, como Adán, quién es, qué es y por qué ha sido creado. Pero como Adán, y como todos nosotros, no recibirá respuesta; en su lugar sólo encontrará desprecio, tanto en su creador como en el resto de la humanidad. También como Adán, para mitigar su soledad pedirá a su hacedor una compañera. Si las acciones de Victor recuerdan a la rebelión de Prometeo (o, incluso, al insensato de Ícaro), las de su criatura cuando da rienda suelta a su venganza remiten al Satán del Paraíso perdido, el “ángel caído” que menciona el propio monstruo.

Está interpretación tampoco es demasiado oscura, pero la cosa se complica si tenemos en cuenta la lectura que entre los poetas románticos, incluido el círculo de Mary W. Shelley e incluso el del propio Percy, se hacía del poema. Milton escribía “encadenado cuando lo hacía sobre los ángeles y Dios, pero en libertad cuando escribía sobre los demonios y el infierno”, según William Blake, que añadía que la razón era “que era un verdadero poeta, y del bando del demonio, sin saberlo”. Si ésta era la visión dominante de la época, que el Paraíso perdido era una especie de elegía a Lucifer y que éste era, de lejos, un personaje mucho más interesante que ese Dios moralista, ¿cómo deberíamos interpretar la analogía entre la criatura de Mary Shelley y Satán?

¿Y qué decir de Victor, cuyo nombre podría remitir al Dios de Milton (“the Victor”) y que en su lecho de muerte también se ve como un “ángel caído”? Pese a todo lo que ha sufrido, no hay verdadero arrepentimiento en Frankenstein. Lamenta las acciones de su criatura, sí, y también que el producto de sus trabajos resultase tan repugnante y aterrador (cabría preguntarse si no se percató de ello conforme lo iba construyendo), pero al final de la novela sigue mostrándose orgulloso de su hazaña, e incluso arenga a los tripulantes del barco (que amenazan con amotinarse si, cuando el hielo se rompa, Walton insiste en seguir hacia el norte) con una encendida defensa del espíritu aventurero, la valentía, la curiosidad científica y, en definitiva, todo eso que le ha conducido a donde ahora se encuentra.

Una semana después de esa soflama, cuando apenas le quedan fuerzas para despedirse, Frankenstein confiesa a Walton que no encuentra su conducta “reprochable”, salvo que no atendió a su deber de proporcionar a la “criatura racional” que había creado “la felicidad y el bienestar”, un deber al que faltó por responsabilidad con su propia especie, según dice, antes de arremeter de nuevo contra su “primera criatura”, que “mostró insólitos perversidad y egoísmo en el ejercicio del mal”. En su último aliento Victor aconseja a Walton que busque la tranquilidad, que evite la ambición, mas enseguida se corrige: “¿Por qué digo esto? Yo he sido aniquilado por esas esperanzas, pero otro puede tener éxito”.

¿Es Victor Prometeo o el Satán de Milton? ¿Lo es su criatura? ¿O es en realidad Adán? Como hemos comentado, la falta de una voz autorial clara deja al lector un tanto perdido, quizás tanto como el engendro que sólo ansiaba afecto y el arrogante científico que quiso acercarse demasiado al Sol.


Ediciones recomendadas

— Frankenstein. Edición anotada para científicos, creadores y curiosos en general

Publicada originalmente por MIT Press (para quien lo prefiera en inglés), esta versión recupera el manuscrito original de 1818, revisado por el experto en el texto Charles E. Robinson, e introduce anotaciones y ensayos de diversas autoridades sobre los aspectos científicos, sociales y éticos de la novela.

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— The New Annotated Frankenstein. Edición de Leslie S. Klinger

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— Frankenstein. Ilustrado por Elena Odriozola. Traducción de Francisco Torres Oliver

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— Frankenstein. Los primeros 200 años, de Christopher Frayling

Un estudio crítico sobre la obra de Shelley y un análisis sobre su impacto en la cultura popular y sus distintas adaptaciones, revisiones y reescrituras.

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— La noche de los monstruos. Edición de Ángela Pérez

Además de Frankenstein, incluye El vampiro de Polidori y el fragmento que escribió Byron, así como cartas y notas de los diarios de ambos y también de Percy y Mary Shelley, referidas a la época que compartieron en la Villa Diodati.

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