La sabiduría de las multitudes
Si hace un par de días os traíamos un artículo que defendía que debe primar el criterio de la mayoría a la hora de determinar qué es o no correcto a la hora de usar una lengua, hoy os traemos otro texto que también aboga por la sabiduría de las multitudes.
Partiendo de los experimentos estadísticos de Sir Francis Galton, Bernat Ruiz Domènech explica las ventajas de la democratización en la lectura, en especial en las recomendaciones literarias. Las redes sociales de lectores, tanto físicas como virtuales (Goodreads), han relegado a los críticos y expertos que decían a la población qué libros eran buenos y, por tanto, dignos de compra y lectura. Ahora cualquiera puede recomendar o defenestrar cualquier obra, y para el lector resulta más fácil llegar a títulos que le resulten interesantes porque se fía más de la opinión de amigos o conocidos con los que comparte gustos.
Y eso, de paso, como indica el autor del artículo, ha puesto patas arriba el ecosistema tradicional de edición de libros. Os dejamos unos extractos y os recomendamos que leáis el texto completo:
“Es cierto que el boca a oreja siempre ha funcionado pero el poder de los prescriptores tradicionales de libros –críticos, libreros, periodistas, escritores, etc.– era capaz de poner en marcha las ventas de (casi) cualquier cosa. Aparecer en la portada de Babelia o recibir una buena crítica en el Culturas de La Vanguardia implicaba, hasta hace unos años, un salto de ventas importante. Ese tiempo ya pasó”.
“No fue casualidad que les diera por llamarlo Alta Cultura. Dicho mecanismo funcionaba según el principio de prescripción mutua asegurada: aunque había fugas y desajustes, si uno se portaba bien, tarde o temprano recibía una dosis de prescripción a la medida de su talento y habilidad social. O sólo de lo segundo”.
“Si la antigua crítica podía, la nueva crítica está autorizada. Muchos editores no están comprendiendo lo que implica. Ya ha pasado suficiente tiempo como para saber que la forma de dirigirse al público debe cambiar por completo si cualquier editorial pretende sobrevivir. Hoy es imprescindible definir y conocer un público.
Cuando la crítica literaria profesional era la única legitimada para impartir doctrina editar era un poco más fácil. No era necesario conocer los gustos del público porque estos estaban bastante acorde con los gustos de la crítica. Uno podía editar a rueda del Canon Occidental, de la Alta Cultura y de la crítica establecida y no tenía por qué estrellarse contra la primera esquina. Es más, los editores podían vivir en la ilusión que eran ellos quienes armaban su plan editorial anual basándose en su criterio profesional. El éxito estaba más cerca del chamanismo que de la gestión racional del mercado porque, efectivamente, había chamanes que decían a la tribu qué debía leer.
Un buen día la tribu empezó a hacerse mayor y descubrió un nuevo juguete con el que saber qué decía el vecino, miles de vecinos, millones de vecinos literarios, acerca de sus mismos gustos“.
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